Ejercicio literario, partiendo de una idea concreta y determinada, situándola en un contexto hipotético y jugando con las obsesiones, el miedo y la negación del cambio.
La mujer de negro, el día que comenzó nuestra historia, no vestía de negro totalmente, llevaba días pensándolo y el primer lunes de enero se fue de rebajas.
Anduvo por el centro, sola, consigo misma, pero algo comenzaba a cambiar, al final se decidió por un jersey de lana cardada en un tono gris claro, también se compro unos zapatos marrones y un cinturón de piel de color negro.
Ese día desayunó rápido sin prestar apenas atención a las tostadas, se dejó medio zumo y salió corriendo del piso con el bolso negro en una mano y unas carpetas azules llenas de exámenes corregidos en la otra.
Mientras bajaba al garaje en el ascensor nuevo y de color rojo que hacía apenas 2 meses habían instalado pensó en como llegar antes a su destino, el día anterior había habido un tremendo reventón en una avenida del centro y ahora estaba cortada.
En estos pensamientos estaba mientras conducía y miraba el cristal que poco a poco se iba empañando, cuando el semáforo se puso rojo y entonces prestó atención a lo que decía la radio, llevábamos 2 semanas con la nueva moneda, el euro y en su emisora preferida estaban entrevistando a la gente por la calle de la capital de el país, unos decían que era bueno para la competitividad del país, otro que el kg de pollo estaba por la nubes, otros que no se aclaraban con los céntimos.
Verde, cogió la avenida de la derecha tomando una trayectoria paralela a la avenida cortada por el reventón del día anterior.
La mujer del jersey gris, la llamaremos así por que después de un año su vida ya no era tan negra, había decidido al cumplirse la fecha ya citada antes del accidente hacer unos pequeños cambios en su vida, este era por insignificante que parezca el primero de ellos.
Si tenía suerte no tendría que hacer demasiada cola y en unos 20 m habría acabado el tramite y tendría en su mano su nuevo dni, así podría llegar con tiempo al colegio para no tener que pedir disculpas por llegar con retraso al claustro.
Al llegar al final de la calle un policía le hizo el gesto con la mano de que se detuviese, al momento se detuvieron varios coches detrás de ella, al fondo se veía un coche azul, quizás un ford fiesta, estaba parado con las puertas abiertas y un fuerte golpe en el lateral trasero.
La mujer del jersey gris se quedó mirando fijamente el coche de color azul hasta que el fuerte sonido de la sirena de una ambulancia la sacó de aquel extraño estado, pasaron unos segundos y sacaron del coche a un hombre de mediana edad con las manos en la cara ensangrentada, la cual se tapaba.
Con mucho cuidado tendieron al hombre en la camilla, le ajustaron las correas de seguridad y ya no pudo ver más por que poco a poco un montón de curiosos se agolparon delante del coche azul tapándole la escena.
El policía enérgicamente le indicó que pasase, solo por un instante, apenas un segundo vio el coche azul, roto, golpeado, con las puertas abiertas y un ramo de flores tirado encima del asiento del acompañante.
En aquel momento no supo muy bien el porqué pero hubo algo en aquella escena que apenas contemplaría unos segundos que indicaba premonitoriamente que todavía el mundo podía cambiar algo. Aunque ella todavía no lo sabía y aún sea pronto en nuestro relato para hablar de ello.
La mujer del jersey gris se sintió mal, apenada, confusa, realmente no sabríamos muy bien como explicarlo, por eso decidió ir al día siguiente a recoger su nuevo documento y decidió parar en un bar cerca del colegio a tomar un café cargado, era la primera vez que entraba a aquel bar, aunque lo veía desde hacía años camino del colegio.
Se sentó en una silla y apoyó sus brazos, su bolso, y la taza de café en una mesa de color verde.
El café le supo amargo, aún habiéndole echado dos azucarillos, y no pudo dejar de pensar en la imagen de aquel hombre de camisa blanca tapándose la cara ensangrentada.
Llegó puntual al claustro, informó al director del buen resultado general de los exámenes, la profesora de inglés dijo que necesitaba una semana más de tiempo para acabar el temario y el joven profesor de física y química propuso comprar un nuevo juego de pesas y balanza, ella los escuchó a todos, tomó algún apunte en su vieja agenda de piel color crema, pero por momentos, a intervalos volvió a ver varias veces la imagen del hombre saliendo del coche azul. Cuando acabaron pensó que lo mejor sería olvidarlo, quizá con otro café de la maquina que tenían en el salón del claustro, quizá ahora estaría llegando su mujer a el hospital, al fin y al cabo salió andando por su propio pie y no parecía que fuera de unos rasguños tuviese nada serio.
Antes de olvidarse pensó dos únicas cosas que no sabía darle respuesta dentro de sus obtusas conjeturas, la primera era el por qué aquel hombre se tapaba de aquella forma la cara y la segunda aquel ramo de flores, quizás rosas según le pareció en aquel momento.
Se tomó el café y se dirigió hacia el aula 3 donde tenía que dar su primera clase de aquel día.
El resto del día no merece la pena relatarlo, no por que el tiempo de esta mujer no tenga ningún valor, sino por que la sutil dictadura de la rutina se ocupó de que ese resto de tiempo hasta que por la noche a las 8 y 5 minutos de la tarde abrió la puerta de su apartamento simplemente no tuviese ninguna trascendencia, ( o también podríamos decir ninguna relevancia para relatar estos acontecimientos). Al encender la luz del pasillo tuvo que dejar en el suelo las tres bolsas de papel marrón con la compra que acababa de hacer en el supermercado de la mujer pelirroja con el tatuaje borroso en el antebrazo. Cogió el gato que veloz como un rayo había venido a su encuentro con la cola levantada como una espada. Le acarició la cabeza y se detuvo en escuchar el peculiar ronroneo de su gato y por un momento recordó su niñez, en la casa de sus padres, a las afueras de la ciudad, cuando la ciudad todavía no era tan ciudad y vivían en una casa pintada de blanco con un húmedo patio trasero lleno de cachivaches de su padre y de gatos de todos los tamaños y colores que bajaban a comer las sobras de la comida que siempre les guardaba su madre. Pasó en dirección a su cuarto y fugazmente se vio reflejada en el espejo y en una turbadora evidencia apartó la mirada y la posó un instante en el retrato de su marido que había sobre el viejo mueble caoba.
Se quitó los zapatos y se cambió de ropa poniéndose un pijama y una bata de color crudo encima.
Al llegar a la cocina le estaba esperando el gato en la misma actitud que solía tener cuando tenía vacío su comedero. Como esa noche no tenía ganas de cocinar decidió hacerse una pequeña ensalada y un sándwich, cenaría sentada en el sofá viendo la tele.
Antes, apenas lo había hecho en contadas ocasiones. Últimamente y cada vez con mayor frecuencia se estaba convirtiendo en lago muy habitual, mirando la bandeja pensó en las recomendaciones de su médico indicándole que comiese más carne roja y verduras ricas en hierro para acabar con su anemia. En una oscura y primitiva asociación pensó unos segundos en su madre.
Aún nos detendremos unos momentos ante esta hogareña escena de la mujer sentada en el sofá mirando la televisión, comió despacio, no con desgana, pero sí con una especial falta de pasión en lo que comía cuando apareció en el telediario, ( al cual apenas había prestado atención hasta entonces) unas imágenes en una de las entradas de la ciudad, entre un automóvil y lo que parecía un autobús, cogió el mando y subió el volumen, prestó atención a todo lo que el locutor decía, a pesar de lo aparatoso del mismo y del estado en el que habían quedado los vehículos implicados no habían víctimas, se sintió aliviada y de pronto sintió como se le erizaban el vello de los brazos y como en su nuca, justo donde comienza el nacimiento del cabello notaba lo que en aquel momento pensaba que era un susurro.
Esa noche dejó entrar al gato a su habitación y dormir en su cama, no era algo que acostumbrase hacer, pero esa noche se sentía muy sola. Le costaba dormir e intentó pensar en los exámenes, en la excursión al museo paleontológico, en su madre rehusó hacerlo, de hecho sabía como, había un secreto mecanismo que no desvelaremos que la libraba de pensar en ello y no ponerse triste.
Volvió a ver la escena de aquel hombre tapándose la cara ensangrentada saliendo del coche azul, también volvió a visualizar el gesto del policía indicándole que se detuviera,
un gesto impersonal, disciplinado e impregnado de una visible indiferencia. Con respecto a las flores que vio sobre el asiento contiguo al conductor no supo por mucho que lo intentara decidirse sobre el tipo, ni tan siquiera el color de las flores, aunque por un momento hubiese estado casi segura de que eran rosas. Le dijo buenas noches al gato que cómodamente se había recostado a su lado y apagó la luz.
Esa noche durmió como hacía tiempo que no lo hacía, plácidamente y en paz absoluta y habiendo olvidado por completo el pequeño frasco de cristal lleno de unas cápsulas rojas y cilíndricas que estaba dentro del primer cajón de la mesilla de la izquierda.
Extrañamente se levantó con una vitalidad inusual en ella, era viernes y después de la jornada de trabajo, tendría todo un fin de semana para ella sola. Desayunó con la gata entre las piernas, no pensó en poner la televisión como hacía cada mañana y entre sorbo y sorbo del café con leche sin azúcar volvió a ver las imágenes del intrigante accidente del día anterior y de repente como el que decide esa misma tarde hacer un flan de postre para el día siguiente decidió que compraría el periódico a ver si decían algo.
De alguna manera como cada uno de nosotros somos dueños de nuestro propio tiempo, así como de nuestras propias circunstancias, deseadas o no, se podría decir que la relevancia y la importancia del mismo, siempre dependerá de nosotros. A veces lo ocupamos en pequeñas cosas, realmente importantes, pero la ausencia de perspectiva unas veces y la ausencia del propio y verdadero sentido del mismo nos hacen menospreciarlo.
La mujer que empezó de negro nuestro relato solía unir su sentido del tiempo a la felicidad, la tristeza, la tranquilidad, el deseo, la ansiedad…Así es como a veces pensaba que ya había perdido demasiado tiempo en el último año y no por haberlo perdido literalmente, ni tan siquiera nunca lo había olvidado, simplemente se daba cuenta de que verdaderamente no lo había utilizado, solo lo había dejado pasar a su lado en una trayectoria circular, siempre alrededor de ella misma.
La ciudad en la que vivía no era demasiado grande, exactamente la quinta del país y normalmente la prensa local siempre ávida de rellenar sus diarios se solía hacer eco de casi cualquier incidente y altercado que ocurriese. Así pues después de sacar el coche del garaje y dirigirse al colegio compro el periódico más importante de la ciudad esperando encontrar la noticia.
El quiosquero la saludó amigablemente y intentó entablar con ella una amigable conversación acerca de los nuevos coleccionables que le habían llegado, ella los miró y paso su vista por unos pequeños platos de porcelana, las primeras piezas de cartón de unos tanques de guerra y el primer vagón de una locomotora de color verde oscuro, en un tono cordial le dio escuetamente las gracias, pagó su periódico y se encaminó al colegio que se encontraba exactamente enfrente del quiosco.
Ese día acababa antes que de costumbre, pero a cambio le tocaban dos horas de tutoría. Sobre las once menos cuarto sonó la campana como de costumbre, aunque desde hacía una semana el centro había instalado una campana digital para los avisos y todavía no se había acostumbrado al nuevo tono, más estridente y metálico si cabía que el anterior.
Aprovechó esos 20 minutos para apoyarse en un pupitre frente a las ventanas que daban al patio y dejarse acariciar las piernas por el tímido sol de comienzos de octubre.
Sacó del bolso una manzana y el periódico que cuidadosamente había doblado, perezosamente frotó la manzana contra la manga de su jersey mientras con la otra mano abría el periódico.
El reventón del centro y los atascos que había provocado, el alcalde inauguraba sea misma tarde un nuevo parque en una de las zonas nuevas y de expansión de la ciudad, otra encuesta a pie de calle sobre la implantación de la nueva moneda, un estudio hecho por la universidad decía que los habitantes de la ciudad éramos los segundos que más horas dormíamos de todo el país. Echó una mirada al patio y siguió pasando hojas del periódico, un concejal del ayuntamiento estaba siendo investigado por unas facturas falsas. Torció el gesto. Anuncios de una próxima feria del automóvil, más anuncios exposiciones, conciertos, la cartelera, pasó las páginas de los contactos la programación televisiva y se encontró con el reverso del periódico. Un agricultor sonriente y con cara de bonachón enseñaba una calabaza gigante que pesaba más de 25 kilos bajo un titular de color rojo que decía ¡ LÁSTIMA ¡, por solo dos kilos no podrá entrar en el record guinnes, miró el corazón oxidado de la manzana que llevaba en la mano y se fue hacía la papelera para tirar el periódico, pero en el último momento, en un acto casi mecánico se volvió a la mesa dobló el periódico y lo volvió a meter en el bolso.
Esta vez si que consiguió olvidarse por completo del asunto de nuestro relato, dio su última clase y entró a la una en punto en el aula número seis, pintada de azul a dejar pasar las dos horas de tediosa tutoría que la esperaban.
COMENTARIO Y REFLEXIONES ACERCA DE LA TUTORÍA
Comió algo rápido en una cafetería del centro rodeada de una multitud de hombres jóvenes en su mayoría vestidos con traje y corbata desajustada junto con alguna secretaría y administrativa, todos ellos con el ajetreo y la compostura de saber que ya no tenían que volver a las oficinas del cercano parque empresarial hasta el próximo lunes.
El domingo había invitado a su hija y al marido de esta a comer por lo qué se dirigió al supermercado a comprar todo lo que necesitaba para hacer los canelones.
De pequeña su madre le decía cada vez que hacía canelones que en uno de ellos estaba la sorpresa y que tenía que encontrarla, como cada domingo se sentaba a la mesa con la mirada puesta en el plato humeante, su madre sabía que le gustaba mucho el queso, por eso su plato era el que más tenía, entonces ya con el tenedor en una mano solo cabía esperar la mirada aprobadora de su padre.
En esto pensaba mientras se dirigía con el carro de la compra hacía el armario frigorífico de color rojo donde estaba todo aquello que necesitaba. Por un momento pensó si debería de ponerle una sorpresa a uno de ellos y por un instante sus labios se curvaron en una feliz sonrisa. Llegó a casa a las siete con las piernas cansadas ordenó la compra y metió cuidadosamente cada una de las cosas en el frigorífico y en los armarios de la cocina.
Ese día se sentía extrañamente feliz y decimos extrañamente feliz por que para ella la felicidad era un estado ajeno y alejado e su vida desde hacía algún tiempo, es por este motivo y por algún otro que solo sabía ella por lo que decidió, regalarse un baño de espuma, hacía ya mucho tiempo que no lo hacía, en parte quizás por que la tristeza ese otro estado tan presente en nuestra protagonista le dictaba que aquello era una especie de excéntrico lujo no apto para seres perdidos y sin rumbo como estaba ella.
Abrió el grifo y se aseguró de que la mezcla de agua caliente y fría tuviese una temperatura exacta, ni muy caliente, pero no del todo templada, después sacó del armario y delicado frasco de cristal tallado con sales de colores que al mirarlas sobre la palma de su mano dentelleaban con unos reflejos que iban del azul al rosa pálido pasan do por cada una de sus fragmentaciones y porcentajes de color, también hecho un chorrito de esencia de eucalipto de una pequeña botella que tenía como decoración encima del lavabo.
Se quitó el albornoz y lo dejó caer al suelo, con una toalla limpió el espejo del vaho y se miró durante unos segundos.
Se vio un poco más mayor, pero no de edad, si no de algo mucho más ajeno e imperceptible, todavía a sus 51 años conservaba un bonito cuerpo, una piel blanca, tersa y luminosa como la de su madre, los pechos, simétricos, todavía aparecían en casi todo su esplendor, ligeramente inclinados pero con todavía una blanca y tersa palidez, bajó la vista hacía el vientre casi liso, apenas una ligera curva incipiente asomaba a la altura de un pequeño y huidizo ombligo. Aparó la vista, llevaba tiempo negándose a si misma que todavía su centro vital tenía vida propia, circulación, capacidad de estremecimiento.
Tuvo que permanecer casi un momento de pie y después ir bajando poco a poco hasta sumergirse por completo en el agua, había calculado mal y el agua estaba demasiado caliente por lo que la piel al momento se le puso de una tonalidad leve y pálidamente rojiza, y en este estado nuestra protagonista se durmió no sabemos si por uno o varios minutos.
Ahora estaba sentada en un banco juntando los talones y mirándose los pies desnudos y huesudos, se oían voces de niños gritando, tal vez jugando y a lo lejos se oían los sonidos de las gaviotas, se sentía bien, verdaderamente bien, no había cansancio, ni pesar, ni sueño y mucho menos miedo, solo había paz, un halo invisible de bienestar recorría aquel espacio, haciéndolo único, definitivo, inmortal.
Tuvo que ponerse la mano a la altura de los ojos para distinguir algo entre tanta claridad, no veía el cielo y tampoco veía los límites o cualquier otro contorno, solo había luz, un espacio indefinido gobernado por una claridad lechosa, sin límites, sin fronteras, y de repente el humo, los cristales rotos, los golpes en las puertas, el sonido de una sirena, primero en una forma lejana, impredecible, después un estruendo y la presión del cinturón a la altura del pecho y giras con dolor el cuello y lo ves desmadejado, informe, escenificando el último asalto con la posición perfecta en el imaginario de Francis Bacon, y la lluvia, la pegajosa y persistente lluvia, que lo inunda todo, invasora, como la niebla sucia de los puertos.
Abrió los ojos y se despertó accionada por un oculto e íntimo interruptor, tenía la frente cubierta de sudor, un sudor rancio y antiguo hecho de las mismas gotas del día que se rompió todo.
Quitó el tapón de la bañera con una mano veloz y decidida y esperó que poco a poco se vaciase dejándola mojada y desprotegida ante sus pensamientos y sintió frío, pero todavía quiso permanecer un momento, sola, inmóvil, atada a la misma lluvia, al mismo agujero cavernoso que en forma de traición le preparaba su débil subconsciente.
Sacó del congelador unos filetes y algo de pescado y cenó casi lo mismo que el día anterior a diferencia de que esta vez el sándwich se lo hizo con una pequeña tortilla a la francesa que no se pegó a la sartén y salió con una forma ovalada perfecta. Volvió a comer despacio pero esta vez aplicando ese sentido del tiempo solemne y reposado que le solía aparecer los viernes a mitad de tarde, ante la perspectiva de no tener que volver hasta el lunes al trabajo. Había dejado doblado el periódico delante de ella sobre la mesilla cargada de libros de historia, hizo un pequeño gesto con intención de cogerlo adelantando el brazo derecho y abriendo ligeramente la mano, pero la detuvieron unas imágenes de el documental que estaba viendo en la televisión, en el programa se hablaba sobre el apareamiento y desove de el salmón en su hábitat natural, los cristalinos ríos de montaña, se quedó mirando aquel plano fijo de la parte inferior del salmón, grabada desde el fondo del río, escupiendo por una especie de conducto tubular con una presión inesperada, cientos, quizás, miles de pequeños y circulares huevos transparentes, brillantes e inocuos en una confusión de burbujas por la corriente del río, junto con pequeñas motas y partículas de arena.
Pensó en aquello como una catarsis iniciática a alguna nueva dimensión, una eyaculación primitiva, como la creación de un nuevo cosmos, sin ninguna referencia anterior.
El salmón había permanecido quieto e inmóvil mientras duró la expulsión. Cuando acabó en un ligero movimiento serpenteante salió corriendo y desapareció. Los huevos se habían ido esparciendo por la corriente en grupos pegados unos a los otros como complicadas estructuras moleculares emitiendo unos brillos nacarados, irreales en su propia belleza.
Volvió a hojear el periódico, esta vez guiando los titulares con un grueso rotulador rojo, por si encontraba algo y marcarlo. Nada, no aparecía, lo volvió a doblar por la mitad por la cara que aparecía aquel hombre con la calabaza gigante. Se le ocurrió que quizás habría salido publicado en los otros tres periódicos que se publicaban en la cuidad, aunque sobre todo dos de ellos tenían mucha menos tirada, y en una asociación de ideas
Lógica y práctica al mismo tiempo, pensó en el hombre del quiosco que estaba en la misma calle del colegio, lo conocía desde hacía años, muchos días le había encargado algún libro, otros le había comprado alguna revista de cotilleo o el periódico.
Pensó en su nombre y se dio cuenta de que no lo sabía, o quizás no había querido saberlo, él en cambio si que sabía el suyo habiéndola llamado por el varias veces, en cambio recordaba otros detalles como su estatura, su barba oscura, algo canosa por la barbilla y que ninguna de sus dos grandes manos llevaban anillo alguno, y que era un hombre atractivo y de una edad en cierto modo indefinida, a la vez que cercana a la que ella misma tenía.
Sandra Lario Prada
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*EL DOLOR ES UN ANIMAL SALVAJE*
El fuego, la noche, los puñales, la herida y el dolor… aparecen y
reaparecen una y otra vez en los versos de *Sandra L...
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