Saturday, November 10, 2007

LA DULCE MUERTE DE UN DICTADOR


LA DULCE MUERTE DE UN DICTADOR



Aquel hombre ya no era un hombre, era un despojo del gran despojo que en vida había sido. Una habitación grande, suficiente para que en ella estuviesen cerca de dieciocho personas moviéndose, hablando, mirando arcaicas pantallas y brillantes manómetros, todo por el glorioso paso de la vida a la muerte del gran dictador.
Fuera, la noche era fría, muy fría para aquellos que no tenían las comodidades que habían disfrutado hasta entonces el dictador ahora llamado despojo y su pomposa familia.


Desde la mañana se había corrido la voz, periodistas con bufanda y gabardina, fotógrafos con gruesas gafas de montura negra, discretas señoritas con el pelo recogido en un moño anotando escuetas frases en un bloc de notas y curiosos, cientos de curiosos, todos detrás de las vallas y frente a ellos la policía del partido con su uniforme almidonado de color azul, de un azul tan violento y tan intenso que te cegaba, como cegaban los mismos disparos que llevaban años realizando en las manifestaciones, en la universidad, en las explanadas del puerto.

En el pueblo, la noche, siendo la misma, era lago distinta, igual de fría, pero tranquila, con una sobrenatural calma que hacía toda aquella situación si cabe, un poco más pasmosa.
El casino estaba cerrado, también el tele club, nadie se prodigaba en aquellas horas por las calles, solo los gatos negros. Pasaron las horas y lo que antes cayó en un leve e imperceptible ejercicio de natural cambio ahora se volvió escarcha. Algunos soñaron con ver algún día un país reconciliado, las mujeres que ahora estaban solas lloraron en silencio y las chimeneas de los hogares poco a poco se apagaron.
En el palacio del dictador se respiraba un aire tenso, cargado de humos de los puros de los militares, el rancio olor de lo viejo, de lo arcaico, de lo que se sabe ya que no tiene ningún futuro.
En el pueblo algo cambió a las seis de la mañana, el sol salió antes de tiempo, una leve luz, un tanto azulada y anaranjada, los grillos cantaban en los campos de siega y un aire cargado de polvo comenzó a soplar con fuerza dejando la escarcha del mismo color gris de las cenizas apagadas.
Las liebres saltaron encima de todos ellos, en las cunetas olvidadas, y corrieron a la tapia del cementerio donde aún casi y sin respirar se podían oír los disparos.


Había muerto el dictador.


Al día siguiente nadie, ni tan siquiera los periódicos más opuestos al régimen, ni los redactores más insurrectos se preguntó que justicia divina o terrenal era la que dejaba morir a aquel hombre que solo encontró la piedad los domingos en la iglesia en una cama caliente, rodeado de médicos y sin un juez que le diese la extremaunción levantando acta de sus inmunes actos.