Saturday, June 30, 2007

FRAGMENTO ESCOGIDO DE LAS GRIETAS ESCONDIDAS







A las 9 me llamó Pedro tal y como me había dicho, en Bilbao llovía, el vuelo había sido puntual y el hotel donde los había alojado el despacho de arquitectos donde trabajaba era un prodigio de la técnica, un magnífico exponente del nuevo Bilbao, según el mismo me dijo, los otros 3 colegas que habían enviado allí para presentar aquel proyecto, lo esperaban abajo en la cafetería del hotel para tomar algo, querían salir a coger el metro que recientemente habían abierto con un diseño futurista de un afamado arquitecto inglés, bajar en el casco antiguo y tomar unos vinos y unos pinchos en unas tabernas que les habían recomendado en la recepción del hotel,, pero el había llegado cansado y prefería quedarse en la habitación, descansando para el día siguiente, eso me dijo, y yo al oír aquello no pude evitar morderme el labio inferior.
Nos despedimos prometiéndonos llamarnos al día siguiente a mitad de la mañana.

Al final se puso a llover esa noche, aunque no muy fuerte si de una forma persistente, bien llovido, como decía mi padre. Se había ido la luz en algunas calles de la ciudad,
Estaba todo muy oscuro, alguna luz de algún bar, de algún local, los coches pasando con sus faros y sus neumáticos rasgando los charcos de la calle, al fondo se veía una calle con alguna farola encendida, la policía estaba guiando el tráfico en la esquina de la avenida, me paré en la acera a que el hombrecillo del semáforo se pusiese verde y nos dejara pasar, la acera estaba llena, personas anónimas con chubasqueros de colores chillones, quinceañeras con el uniforme gris del colegio con el pelo mojado, señoras un grupo de turistas japoneses alborotando sujetándose unas hojas de periódico sobre la cabeza.




Y ahora sigue lloviendo, aunque la tormenta parece que ya pasa, se ha levantado un aire que levanta las hojas del suelo, estoy rodeada, cada vez llega más gente, todos callan, incluso los japoneses han cesado su alboroto y guardan silencio.
Verde, la calle está llena de charcos, apenas llueve ya y yo me siento arrastrada entre aquella multitud, la gente vuelve a hablar, algunos niños gritan, la madre le da consejos a la hija, un pie hacia delante y luego otro, y luego otro, coge la calle de frente y la segunda a mano izquierda, cuando llegues al final hay una pequeña plaza, entra en la plaza y al fondo verás la calle heroísmo.

Llegué al portal del edificio sobre las 10.Cuando me detuve ante el número 38 de la calle Heroísmo y bajé el paraguas me vi ante uno de aquellos edificios modernistas poco conocidos y que poco tenían que envidiar a esos otros tan afamados que siempre salían en las guías de la ciudad. El patio de entrada que había sido reformado y decorado por algún estudio de interiorismo presentaba un aspecto pulcro, alternando toda una gana de blancos rotos, sucios con otra de grises, junto con lámparas de luz blanca que iluminaban del suelo hacia arriba, en el centro de la sala había un mueble con forma de media luna desde el que me miró con cierta curiosidad un señor ni joven ni demasiado maduro, ni alto ni bajo, ni vulgar ni atractivo, con más pinta de funcionario del estado resignado que de conserje del edificio.
Me saludó ligeramente con un leve movimiento de cabeza y lo acompañó con lo que me pareció el comienzo de una forzada sonrisa.
El ascensor se encontraba al fondo junto a una gran escalera de anchos y brillantes escalones de mármol negro.
Me detuve antes de pulsar el botón y cambiase a color rojo. Ni tan siquiera pensé que todavía estaba a tiempo de huir de razonar mi acción, de repasar sus consecuencias, pués ya no lo estaba, ya no, llegados a ese punto, ya no lo estaba.
El ascensor arrancó su ascendente viaje con un sonoro chirrido que todavía hizo más inconsistente aquella penumbra que había en la escalera, el sonido se esparció por todo el hueco hasta que se diluyó en la asonancia de la catarsis cotidiana. Se detuvo y salí a un rellano grande, espacioso, tanto por su largura cono por su anchura, el suelo era de grandes y pesadas losas de mármol blanco, a un lado la gran escalera ascendía y descendía con sus brillantes peldaños negros. Había dos puertas una en el lado derecho y otra en el izquierdo. Las puertas eran blancas y extremadamente altas, con molduras rectangulares y una antigua y bonita mirilla en el centro, de esas que se giran desde dentro y aparece una filigrana metálica por la que se puede ver a la persona que está dentro casi como a través de un caleidoscopio. Junto a la puerta resplandecía una pequeña placa dorada con una letra B rotulada con una escritura entre inglesa y gótica en color negro.
Plantada delante de la puerta solo se oía el lejano eco de un equipo de música, música barroca, quizás Bach pensé, aunque apenas se oía. El ascensor después de haber estado detenido por un tiempo indefinido en el portal se había vuelto a poner en marcha.
Llamé y esperé en el mismo sitio sin apenas moverme. Tuve que llamar otra vez, después de que pasasen veinte o treinta segundos.
Cuando ya mi respiración comenzaba a cabalgar a un galope desbocado me abrió la puerta una señora de mediana edad, unos cincuenta pensé en aquel momento, de aspecto cuidadosamente distinguido, me miró con el brillo en los ojos de la intriga que da el haberse creado expectativas, con una mano sorprendentemente pálida y alargada, llena de gruesas sortijas, hizo un suave ademán lleno de amabilidad que me indicó que pasase.
Aquel gesto me tranquilizó y me hizo esbozar una tímida sonrisa. Soy la señora de Rousset, todavía no digas nada, no debes de decirme tu nombre, tampoco yo te he dicho el mío, pero ya verás como es algo que no importa, me seguía mirando mientras seguía hablando de la tormenta, de si necesitaba secarme el pelo, todo ello lo decía con la más adorable de las sonrisas, mientras yo notaba de una forma tan sutil que apenas me era apreciable como de vez en cuando su mirada se perdía lentamente por toda mi fisonomía.
Aquella primera noche no pude evitar fijarme en sus anillos, creo que conté cinco en una mano y cuatro en la otra, había algunos de plata formando extrañas letras o signos o símbolos celtas, no sabría decir muy bien el que, había uno que destacaba sobre todos los demás, en un grueso aro que parecía de oro había engarzada una piedra negra y brillante, plana, como las piedras de río, demasiado grande para llevarla en un anillo, con una imagen grabada en un color rojo intenso, un rojo tan incitante, tan lleno de ardor que me hizo girarme varias veces a mirarlo, quizá no de la forma más discreta que debería haberlo hecho.
Justo cuando yo iba a responder no sabía muy bien el qué, dada la situación de desconcierto en que me encontraba, noté una mano que con fuerza me agarraba de la cintura.
Era Alberto que aproximaba sus labios a mi mejilla para ofrecerme un cálido beso de bienvenida. Suavemente con una mano todavía sobre mi cadera me condujo hacía la puerta de una pequeña habitación, la elegante señora que me había recibido había desaparecido de la sala que hacía de entrada al piso. Alberto cerró la puerta y nos quedamos solos, se oían otras voces de hombre y de mujer en el interior de la casa aunque no podía decir de donde provenían.
La música seguía sonando, esta vez ya en el interior del piso, la oía con mucha más nitidez, alguien la había subido de volumen, sin duda se trataba del tercer concierto de Bramdemburgo en sol mayor, pasiones, cantatas, el clave asomando sus notas sobre el resto de los acordes, el arte de la fuga, las variaciones, conocía perfectamente esta pieza de los conciertos de Brandemburgo, yo misma se los había regalado a Pedro hacía un par de años en una recopilación que venía en una cajita dorada, llena de caras de compositores enmarcadas en unas pequeñas orlas barrocas de filigrana.
La habitación a la que habíamos pasado no era muy espaciosa, una pequeña sala con paredes empapeladas en un color rojo adamascado ligeramente brillante.
Nos sentamos en dos cómodasy clásicas butacas tapizadas en un tono parecido al de las paredes, me había mojado algo el pelo y Pedro me paso lentamente una mano por el cabello todavía húmedo, mientras yo recorría rápidamente la mirada por la habitación.



Del techo colgaba una lampara de araña, llena de pequeños cristales que emitian destellos de colores.
Debes elegir un nombre, me dijo con voz serena y una expresión tranquilizadora, y no me hagas preguntas ahora, confía en mí, sabes que yo nunca querría hacerte daño, estás en buenas manos. Yo permanecía en silencio secándome el pelo con una toalla que una mano sigilosa había dejado sobre una mesilla junto a la puerta, mientras el proseguía.
No debes de conocer la identidad de ninguna de las personas que conozcas esta noche, ni tan siquiera la de la dueña de la casa, la señora que te ha estado acompañando hasta que yo he llegado.
Te aseguro que podemos vivir en un nuevo orden, mientras estés en este piso olvídate de lo establecido, piensa que tú aquí vienes aprenderlo todo, eso es Eva a aprenderlo todo de nuevo, es el mejor consejo que te puedo dar.
Todos utilizamos nombres falsos, eso sí, siempre el mismo, así la privacidad y la confidencialidad de nuestros actos está siempre asegurada. Esto ultimo lo dijo con un ligero golpe de voz como queriendo remarcar el sentido clandestino de todo lo que iba a presenciar esa noche.

Luis Roser